Como economista, no soy optimista por naturaleza. El caos del mundo, enmascarado por apariencias de estabilidad, me incita a estar alerta. Se avecina una crisis financiera, insidiosa y silenciosa, lo que la hace aún más formidable. Y su estallido sorprenderá a todos aquellos que no escucharon el portentoso estruendo.
Me temo que esta crisis será sistémica, inevitable e imposible de diversificar, ya que se basará en la combinación explosiva de dos factores: la deuda pública estadounidense, que probablemente se ha vuelto insostenible; y la fragilidad del dólar, el tambaleante pilar del sistema financiero internacional.
Ambos factores podrían corregirse, pero la retórica de Donald Trump se basa en una carrera precipitada hacia el crecimiento económico a través de futuros recortes de impuestos, y por lo tanto un aumento de la deuda pública estadounidense. Por tanto, una crisis financiera es inevitable.
La fragilidad financiera de Estados Unidos es el principal factor que explica la agresividad de la administración Trump, que busca compensar las vulnerabilidades internas con una postura beligerante en la escena internacional. En el centro de esta fragilidad se encuentra la explosión de la deuda pública estadounidense. Alimentada por un déficit presupuestario crónico y exacerbada por las políticas de estímulo y los recortes masivos de impuestos, podría alcanzar hasta el 140% del PIB, según las proyecciones.
Su viabilidad depende enteramente de la capacidad de Estados Unidos para imponer el dólar como moneda de reserva mundial. Pero esta confianza se está erosionando gradualmente. En un mundo multipolar marcado por la competencia entre potencias y el creciente aislacionismo estadounidense, la hegemonía del dólar se ve cada vez más cuestionada, como demuestra la rebaja de las perspectivas de su deuda soberana, que apunta directamente a la política fiscal estadounidense como principal factor de riesgo.
Las tensiones internacionales empujan a Estados Unidos a mantener altos niveles de gasto, mientras que la polarización interna bloquea cualquier reforma fiscal. Eso se alimenta de una reacción contra el liberalismo, con el surgimiento de la geoeconomía. Con Trump, esto se ha traducido en medidas destinadas a debilitar la hegemonía industrial de las naciones rivales, al tiempo que se protege el dominio financiero estadounidense, pero con el riesgo de una fragmentación global.
La deuda pública estadounidense no puede controlarse, no por falta de soluciones técnicas, sino porque las élites políticas, obsesionadas con una carrera populista, se niegan a pagar el precio, convirtiendo la deuda en un síntoma de una patología política no resuelta.
Al riesgo de la deuda pública estadounidense se añade un segundo factor aún más decisivo: La fragilidad del dólar.
La creciente politización de la política monetaria, sujeta ahora a consideraciones electorales, amenaza directamente la estabilidad del dólar. Una pérdida de confianza en la solidez institucional y fiscal de Estados Unidos podría desencadenar una depreciación del dólar, lo que provocaría reacciones en cadena devastadoras: devaluaciones competitivas, inflación mundial galopante y pánico en los mercados.
Lejos de ser hipotético, este escenario ya se está esbozando por los esfuerzos de desdolarización de los bloques económicos emergentes. La combinación de una deuda excesiva y un dólar debilitado alimentaría la desconfianza generalizada, haciendo casi inevitable una crisis.
Las consecuencias de esa crisis serían mundiales. La prima de riesgo de la deuda estadounidense elevaría los rendimientos, obligando a otros bancos centrales a seguir su ejemplo. Las divisas de los mercados emergentes se depreciarían y los mercados de renta variable sufrirían una severa corrección. La propia economía estadounidense se enfrentaría a costes de financiación récord.
Este riesgo es tanto mayor cuanto que se han desmantelado las salvaguardias reguladoras. El debilitamiento de las leyes de protección y la perspectiva de una relajación de las normas prudenciales hacen más vulnerable al sistema bancario estadounidense. Esta divergencia regulatoria amplía la brecha de resistencia y hace que una nueva crisis financiera bajo la presidencia de Trump no solo sea probable, sino inminente. Su estrategia es hacer añicos el orden mundial de posguerra.
Con el dólar como moneda de reserva, Estados Unidos importaba lo que ya no fabricaba, tras haber dado forma a una globalización comercial de estilo colonial. Hoy quiere desligarse de ella, acusando a las antiguas naciones colonizadas de robarle el trabajo para convertirlas en vasallas. Todo lo que hace Trump va en esta dirección: aranceles, amenazas diplomáticas y retirada de las organizaciones internacionales.
El dólar, que domina el sistema monetario mundial desde 1944, está respaldado por el ejército estadounidense. Pero hoy, Estados Unidos se retira de los conflictos, abandona a sus aliados y cede zonas de influencia. Bajo la presidencia de Trump, está surgiendo un pujante nacionalismo que debilita el dólar, cuya credibilidad para la inversión sostenible está menguando. Llegará un momento en que el dólar ya no tendrá garantías suficientes para asegurar su credibilidad. Es el ocaso del dólar. El sistema jurídico estadounidense se ha convertido en un instrumento de hegemonía económica, sometiendo a las empresas extranjeras a su jurisdicción extraterritorial, erosionando la soberanía y la competencia.
Ante estos retos, Europa se desvanece en un segundo plano. Sin gobernanza ni tecnología -además de su población dependiente y envejecida-, el bloque carece de audacia. Estamos congelados por nuestras contradicciones.
Bruno Colmant es economista y miembro de la Real Academia de Bélgica. Fue Director General de la Bolsa de Bruselas y es profesor en la ULB y la UCLouvain. Ha publicado varios libros sobre economía, el más reciente «Donald Trump: El espectro del fascismo digital».
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