¿Sobreviviría Leonardo da Vinci en Bruselas?

Chris Kremidas-Courtney es investigador visitante en el Centro de Política Europea, investigador asociado en el Centro de Política de Seguridad de Ginebra y autor de «El resto de tu vida: Cinco historias de tu futuro».

Si Leonardo da Vinci caminara hoy por los pasillos de Bruselas, ¿se le celebraría como la mente más brillante de Europa, o se le tacharía de generalista desenfocado? Sospecho que lo segundo.

El ecosistema de Bruselas está diseñado para recompensar la especialización, no la amplitud. Cada Dirección General tiene su silo, cada grupo de reflexión su nicho y cada experto su carril. Así se consiguen paneles ordenados y sesiones informativas predecibles. Pero ahoga el tipo de polinización cruzada de ideas que exigen las innumerables crisis de Europa.

Imagínese cómo le iría a Leonardo si se presentara a la Oficina Europea de Selección de Personal. Enfrentado a pruebas de elección múltiple y a un marco de competencias, probablemente fracasaría antes de llegar a la fase de entrevistas.

Su currículum de «anatomista, ingeniero, pintor, cartógrafo, inventor» sería tachado de fuera de lugar.

En términos bruselenses, no encajaría en ninguna oficina o dirección. El hombre que inventó los helicópteros, conceptualizó la energía solar y pintó la Mona Lisa ni siquiera entraría en la lista de reserva.

A Da Vinci le dirían que eligiera: «¿Eres pintor, ingeniero o científico? ¿Climático o de defensa? ¿Digital o sanitario?» Su curiosidad de polímata, la misma cualidad que le hizo intemporal, se vería más como una dilución que como un genio.

En una ciudad donde la imagen a menudo pesa más que la sustancia, tendría dificultades sin el logotipo o el circuito de cócteles adecuados.

Sin embargo, los retos a los que se enfrenta hoy Europa no son compartimentos estancos. Atraviesan ámbitos, traspasan fronteras y desafían los encasillamientos burocráticos. Los especialistas pueden decirnos lo que ocurre en sus respectivas áreas, pero les cuesta conectarlas en un mapa viable. Para eso necesitamos integradores.

Por ejemplo, la transición energética en Europa. No es sólo una cuestión climática. Está ligada a la competitividad industrial, la exposición geopolítica, las asociaciones energéticas regionales e incluso la estabilidad de los países vecinos de la UE. Los conocimientos técnicos limitados explican los mercados del carbono o la capacidad de los gasoductos, pero sólo el pensamiento interdisciplinar muestra cómo se mantiene unido el sistema.

Lo mismo ocurre con la gobernanza de la IA. Los reguladores se centran en las normas de innovación y protección de datos, mientras que los ministerios de defensa se interesan por los sistemas autónomos. Pero el reto más profundo es cómo la IA transforma la democracia, el trabajo e incluso la autodeterminación cognitiva. No se trata de un expediente para una DG o un ministerio; exige una mentalidad Da Vinci para ver las dimensiones éticas, sociales y estratégicas a la vez.

Ya hay un puñado de estos Da Vinci en Bruselas: personas que cruzan disciplinas, conectan puntos inesperados y se resisten a ser encasillados. Suelen ser académicos independientes, funcionarios jubilados o periodistas experimentados con una perspectiva lo bastante amplia como para comprender el panorama general.

Pero rara vez se les amplifica, precisamente porque el sistema no está hecho para recompensar la síntesis. Por el contrario, se les trata como curiosidades marginales. Esto es un error.

Si Europa quiere sobrevivir a una era de crisis en cascada, debe cultivar a estos pocos integradores tanto como a los especialistas. Ellos proporcionan el tejido conectivo sin el cual la UE no puede actuar con coherencia.

La historia de Europa demuestra que la innovación no suele proceder del centro, sino de las periferias dinámicas. El Renacimiento floreció en ciudades-estado como Florencia y Venecia, que permitieron prosperar a pensadores transversales.

Esto significa dar espacio a voces que no encajan perfectamente en una Dirección General o área de programa.

Significa elevar a los líderes del pensamiento no sólo por sus afiliaciones institucionales, sino por su capacidad de conectar puntos a través de disciplinas y fronteras. Significa también reconocer que el próximo gran avance para Europa puede no venir de otro grupo de expertos en Bruselas, sino de quienes estén dispuestos a pensar como Da Vinci en los ámbitos de la cultura, la ciencia, el derecho y la tecnología.

Da Vinci también prosperó porque estaba dispuesto a asumir riesgos. Imaginó máquinas que podían volar y probó teorías que a menudo fracasaban antes de triunfar.

En cambio, Bruselas confunde a menudo la prudencia con la sabiduría, avanzando poco a poco mientras el mundo exterior se mueve a toda velocidad. Lo que Europa necesita no es temeridad, sino la voluntad de Da Vinci de esbozar diseños audaces aunque algunos fracasen. Sin ese espíritu arriesgado, la integración corre el riesgo de convertirse en preservación; gestionar el declive en lugar de dar forma al futuro.

¿Sobreviviría Leonardo da Vinci hoy en Bruselas? Tal vez no. Pero si Europa quiere sobrevivir a este siglo de crisis en cascada, tendremos que cultivar a sus herederos; pensadores sin miedo a abrazar la complejidad, a asumir riesgos y a ver el cuadro completo cuando todos los demás se centran en fragmentos.

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